Los recientes atentados en Paris despertaron parte de la solidaridad mundial, no sólo por los crímenes perpetrados en dicha ciudad, sino también por lo que viene ocurriendo desde hace mucho tiempo en Siria, Irak, Palestina y en gran parte de medio oriente y algunas regiones africanas como Kenia, Mali o Túnez.
Crímenes que se enredan, confunden y manipulan; crímenes que traen reflexiones acerca de las desigualdades sociales y las políticas migratorias de occidente, crímenes que en buena cuenta como último resultado solo matan.
Tratando de reducir a un minino común, estos crímenes pertenecen a ambos bandos: los que llaman a una guerra santa en nombre de la invención de un “Estado” islamista y los que bombardean esos territorios una semana y la otra proveen de armas a los mismos terroristas. Ambos bandos parecen estar plagados de un discurso hipócrita, incoherente en lo que sienten, dicen y hacen.
En medio de ese terror parisino se reúnen representantes, oficiales y otros clandestinos de 195 países para tratar de llegar a un acuerdo sobre los serios problemas del calentamiento global tras dos décadas de intentos perdidos.
Podría ser ésta la última oportunidad de un largo proceso que empezó en Rio de Janeiro en 1992 con la firma de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (CMNUCC).
Y a partir del cual, se llegó a la conclusión de la necesidad de comprometer a los Estados poderosos más contaminantes, los emergentes que intentan emular a los primeros y aquellos Estados menos industrializados y más vulnerables a reducir las emisiones entre 40% y 70% a nivel mundial que, según los estudios del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC), hasta el 2100 disminuirían a nivel cero manteniendo así, la temperatura del planeta por debajo de la subida de los dos temidos grados.
Si nos remitimos a los antecedentes de cada Conferencia de las Partes, COP, las esperanzas son poco alentadoras. En un breve recuento las últimas reuniones que se mantuvieron en sedes latinoamericanas mantuvieron un doble discurso, del que parecemos ya acostumbrarnos, fue el caso de la COP 16 en Cancún y la última COP 20 en Lima, donde el Estado peruano antes de discutir el fondo del asunto parecía más preocupado en participar en los negocios verdes o buscar la atracción de turistas e inversiones a toda costa.
Mientras trastabillaba con un discurso de responsabilidad climática, por otro lado emitía normas para flexibilizar los controles ambientales (paquetazos ambientales y anti indígenas).
La COP 20 no dejo mucho, ni siquiera una gran movilización que generara presión en los gobernantes para exigir un verdadero compromiso y hacer frente a las causas estructurales del cambio climático o, al menos, a los efectos de estos cambios ya manifiestos en un país con pérdidas graves de glaciares, sequias e inundaciones que nos convierte en el tercer país más vulnerable en el mundo (Instituto Tydall Centre).
A la COP 21 le antecede la peor de las suertes, que significa semanas antes haber sido el centro del terror, razón última que ha conducido a Francia a una guerra incierta, que le permite desperdigar más bombas sin un objetivo concreto, causando daños colaterales y exilios masivos a buena parte de inocentes, muertes de las que no se hablaran en mucho tiempo, pero además bombardeos que son una cusa más que sobrecalienta y destruyen el planeta.
Las esperanzas de llegar a un acuerdo justo con la naturaleza y con justicia climática para la ciudadanía que ya empezó a sufrir los efectos desgarradores de esta crisis climática, parecen desvanecerse.
Y es que ante tan desolado paisaje y con tan pocos compromisos firmados hasta ahora, se vuelve a confirmar que, más allá de una cuestión monetaria, estamos ante una cuestión de falta de voluntad política, esa falta de voluntad se traduce simplemente en que la prioridad de los gobiernos es el creciendo ilimitado de sus economías a costa de daños ambientales irreversibles.
Como se ha anunciado, ni siquiera quedará un espacio para la movilización, puesto que, en la zozobra que envuelve la ciudad, reforzada por la beligerancia de sus gobernantes, quienes alegan que una movilización pacífica atentaría contra la frágil seguridad; parecen no entender que ahora, como muy pocas veces, Paris necesita realmente que su gente; de ciudadanos y ciudadanas de todas partes del mundo que salgan a las calles a manifestar que el cambio climático también es una forma de violencia, pero además la oportunidad de plantarle cara al miedo y terror que intenta apoderarse de París y el planeta.
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*Luis Hallazi, es abogado y politólogo, investigador en derechos humanos, contacto:luis.hallazi@gmail.com
*Luis Hallazi, es abogado y politólogo, investigador en derechos humanos, contacto:luis.hallazi@gmail.com
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